Este 28 de abril se celebra el Día Mundial de la Seguridad y Salud en el Trabajo. Poco hay que celebrar si atendemos a lo ocurrido durante los últimos meses.
La pandemia ha dejado al descubierto las enormes carencias existentes en materia de seguridad y salud en los centros de trabajo. La precariedad laboral, una vez más, ha sido el detonante de numerosos daños a la salud y a la vida de miles de trabajadores y trabajadoras.
Personal sanitario que se ha visto obligado a realizar sus funciones sin equipos de protección individual, hospitales llenos de trabajadores y trabajadoras procedentes de supermercados, call centers o servicios de reparto a domicilio, entre otras muchísimas profesiones, y centros de trabajo saturados, que no han cumplido las más elementales medidas higiénicas y de distancia de seguridad.
Por otra parte, las autoridades han considerado que la COVID no era un riesgo laboral. Esto ha propiciado que las empresas “se laven las manos” cuando, en realidad, en la mayoría de los casos, la gente se contagiaba en los centros de trabajo o en el transporte, también saturado.
Por otra parte, la promulgación de diversos Reales Decretos para ordenar este caos tampoco ha sido efectiva. Cuando se planteó el cierre de todo lo que no fueran actividades esenciales para la comunidad, fueron los empresarios quienes decidieron finalmente qué era esencial y qué no.
Porque la inspección de trabajo se declaró incompetente a la hora de cerrar los centros de trabajo que no cumplieran con dicha normativa y, finalmente, las Consejerías de Sanidad, en quienes recaía dicha responsabilidad, tampoco actuaron. Eran las fechas en que se superaba el millar de muertos diario.
Porque se ha antepuesto la economía a la vida de las personas. Todo el sistema estaba orientado hacia eso y no han bastado las directrices del Ministerio de Sanidad o las normas promulgadas para alterar dicha lógica, que llevaba ya demasiado tiempo instaurada en la organización del trabajo de la mayoría de las empresas de este país. Por eso la pandemia nos ha cogido a contrapié. Porque nada o casi nada de lo que imperaba en la cultura preventiva de este país funcionaba antes.
Este año no contamos con cifras fidedignas que nos ayuden a analizar el aumento de la siniestralidad laboral. La Covid no entrará en los registros porque no se ha considerado un riesgo laboral. Sin embargo, para todas aquellas personas que no han podido trabajar desde sus domicilios, sí que ha sido un riesgo al que se han expuesto por causa y con motivo del trabajo.
Debemos trabajar para cambiar esa cultura en la que el dinero está por encima de la vida de las personas. Integrar la prevención dentro de la actividad laboral, que no sea simplemente un requisito para “tener la documentación en regla”, para esquivar la acción inspectora y ahorrarse unas sanciones que, en demasiadas ocasiones, ni tan siquiera son propuestas, contrariamente a lo expresado en la normativa en vigor, que indica que la inspección de trabajo debe proponer sanción siempre que se menoscabe la seguridad y salud de las personas trabajadoras.
Debemos trabajar para que la prevención de riesgos se convierta en un conjunto de medidas reales y efectivas -reales y efectivas, repetimos, no papel mojado- para proteger la seguridad y salud de las personas.