La maquinaria de las decisiones políticas en tiempos de pandemia adolece inevitablemente de un desajuste de funcionamiento: el que se da entre el imperativo deseo y la necesidad de mantener el sistema productivo, también en la educación – no podía ser de otra manera-, ante la tozudez amenazante de una realidad biológica nueva: el COVID-19. La situación es impredecible y carece de antecedentes. Nos ha sorprendido a todo el mundo —nadie estaba preparado—, por más que la caverna mediática se empeñe en sacar réditos políticos de la nueva situación.

En el ámbito educativo la situación decretada de pandemia no promete una pospandemia normalizada. Por eso, no salimos del asombro ante el optimismo militante del Ministerio de Educación, que acordó, el 25 de marzo con las comunidades, establecer un calendario para la Selectividad en tiempos de pandemia. Se emplazaba así a los territorios a elegir celebrar los exámenes entre el 22 de junio y el 10 de julio.

Más allá de las opiniones de los expertos, en cualquier caso, se trataría de celebrar unas pruebas que reunirían a miles de estudiantes que se enfrentan a la Selectividad como la llave que les abre la puerta a sus futuros estudios universitarios. ¿Puede la Administración, a día de hoy, garantizar los recursos materiales necesarios para celebrar en condiciones de seguridad y prevención este tipo de encuentros?

Parafraseando al sabio cordobés que da nombre a la plataforma virtual que congrega a miles de docentes —Séneca—, frecuentemente sufrimos más con las opiniones que con la realidad. Y más aún con las anticipaciones optimistas que nuestros próceres convierten en normativa. En una situación de enseñanza telemática decretada, nuestra Administración debería concentrar todos sus esfuerzos en remediar la brecha digital, en diagnosticar las debilidades socioeconómicas de nuestro sistema educativo y actuar garantizando la igualdad de derechos de todo el alumnado.

La ministra de educación Isabel Celaá ya ha admitido la posibilidad de que la apertura de los centros escolares sea posterior al levantamiento del confinamiento, tal y como está ocurriendo en China. La razón es clara: los escolares conviven con sus mayores y como portadores, en la mayoría de los casos, asintomáticos pueden llevar el contagio a sus familias y servir de base a un posible rebrote del virus. Otros especialistas señalan que es probable un repunte del virus después del verano y que, aunque ya muchas personas habrán generado sus propias defensas, el contagio es inevitable.

Queda aún como tarea pendiente determinar los efectos del confinamiento sobre nuestros escolares y medir su impacto en el profesorado. No sabemos todavía cuánto tiempo nos queda por delante. Todo dependerá de la evolución de la pandemia y de las decisiones avaladas por las autoridades sanitarias. Así las cosas, solo nos queda apelar a la solidaridad y a la colaboración. Y estas circunstancias son una oportunidad única para diagnosticar la brecha digital y fortalecer la solidaridad, facilitando a todo el alumnado andaluz los recursos necesarios para garantizar su derecho a la educación.

Mientras tanto, el optimismo institucional debe ser puesto en cuarentena. Ya que, más que normalizar la situación, contribuye inevitablemente a fomentar la preocupación y el miedo entre nuestra población escolar. La situación no se normalizará hasta que la comunidad científica dé con un remedio eficaz, una vacuna, contra el dichoso virus. Mientras que para el optimismo no hay vacuna, como dijo Mario Benedetti. Y mientras dure esta situación: apoyo mutuo.


Fuente: CGT - Enseñanza

Para el optimismo no hay vacuna